La emoción de un viaje comienza para mí con las lecturas previas al viaje (ensayos, novelas, guías sobre el destino anhelado) y luego, una vez atravesado el averno de las largas filas del control de seguridad, ya instalada en la sala de espera del aeropuerto, mirando a la gente que se prepara para volver a casa, al mismo país hacia el que también me dispongo a partir. Escucho conversaciones en lenguas extranjeras y desde ese instante ya me siento en Londres en Montreal, en Nueva York…
El avión despega; mi estómago siempre lo resiente.
Ya en el cielo, me dejo invadir por una gran quietud. Miro las nubes que ondulan como una marea infinita y reconozco en el interior de ese momento la felicidad perfecta. Me invade la sensación mágica que experimentaba la víspera de Navidad, cuando era niña. Aquí, en este avión, rodeada de desconocidos, a diez mil metros de altitud, empiezo a anticipar la sorpresa, los descubrimientos que todo viaje depara.
Leo un rato. Por momentos, me pongo los audífonos y me sumerjo en la música que llevo conmigo o en la de la cabina –por cierto, de esta manera he descubierto a artistas diversos-. Saco mi libreta y tomo algunas notas. Más tarde, despliego el mapa de la ciudad en la que voy a aterrizar para hacerme una idea de ella (si nunca antes la he visitado), o para recordar momentos que viví ahí en el pasado. Un mapa constituye siempre un itinerario para mis sueños. Ingrávidos, estos transitan por lugares que me han quedado impresos en la memoria: el cafecito al que mamá y yo entramos la última vez en París, hace una eternidad; la primera nevada que ví, en Boston, hace tantos años; la ópera de Viena; un mercado de pulgas en Ámsterdam, el boulevard Saint-Laurent, en Montreal; la librería londinense Murder and Mystery -que nos gustó tanto a Dom y a mí y que cerró recientemente- en Charing Cross Road.
Un ligero sacudimiento nos indica que el avión está aterrizando. Veo rostros somnolientos que se despiertan. Los niños se pegan al cristal de las ventanillas para mirar mejor las cúpulas de las iglesias, los rascacielos, los autos minúsculos que circulan por enormes autopistas, los parques que parecen apenas pequeños rectángulos verdes.
Por fin llegamos: Equipaje; aduana. Aún no salgo a la calle y todo me dice ya que he cambiado de país. Los anuncios no son los mismos; veo otras fisonomías, otras vestimentas.
Salgo por fin y la ciudad me recibe con un cielo azul pizarra de otoño o con luces multicolores y viento gélido de invierno. Ciudades. Espacios en los que ya he dejado algo de mí misma o a los que volveré más tarde, en busca de lo que dejo ahora.
¿Dónde es? ¿Dónde?
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